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Archive for the ‘Filosofía’ Category

La primera vez que un español oye hablar de un tal Montesquieu es en clase de Historia donde se le mencionará y se relacionará ese nombre francés con la separación de poderes, se enunciarán los de tres pero no se explicará nada más. Es posible que quien lo explique no se haya leído Del Espíritu de las Leyes. Mientras la quizá más decisiva elaboración teórica, la de John Locke, no se mencionará quizá porque si pocos profesores de Historia han leído a Montesquieu, muchos menos a Locke.

Luego llegará ese momento en las noticias donde alguien hable de Montesquieu y lo relacione con la independencia del poder judicial, porque Montesquieu parece que solamente habló de la independencia del poder judicial. También es igualmente probable que ese político, periodista o tertuliano no se haya leído una sola página de Charles Louis de Secondat.

El poder judicial para Montesquieu debe ser no permanente y ser diferente dependiendo de la persona que sea juzgada, de modo que un noble no pueda someterse a un tribunal de personas que no sean socialmente iguales a él. Debe no ser permanente, es decir, debe constituirse «ad hoc» para el caso porque así dejaría de ser un poder «neutro» (sea lo que sea lo que signifique), porque saberse a priori en posesión de la capacidad de juzgar confiere un poder suficiente como para que una clase social pueda destruir a la otra. Pensó que el fin de la República Romana se funda singularmente en que los tribunales estaban compuestos por miembros del Orden Ecuestre que con sus veredictos consiguieron doblegar a la nobleza senatorial.

Lo que ha hecho célebre a Montesquieu es una mala comprensión del sistema británico vigente en su época. Una mala comprensión que produjo una idealización. Una idealización en la que vio una especie de regeneración del gobierno gótico, el mejor para Montesquieu. Y aquí está el centro de la argumentación de Monstesquieu: la limitación al poder regio no venía de una teórica separación de poderes, sino de la existencia de cuerpos intermedios que pudieran interponerse con éxito al monarca y que éste necesitase para hacer Derecho, que sería la expresión de la colusión de intereses entre los principales grupos sociales. Montesquieu no defiende nada que no sea los privilegios de la nobleza, a la que él pertenece, y la posibilidad de ésta de refrenar al rey en caso de querer terminar con su distinta y distinguida situación jurídica y social.

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Cíclicamente, normalmente cuando la derecha política y judicial ve en peligro algunos de sus baluarte de control dentro del Poder Judicial, comienza una enorme polémica que tiene el fin declarado de garantizar la independencia del Poder Judicial y el verdadero de conservar cuotas de poder dentro de los órganos de gobierno de los jueces.

Tomemos en serio sus palabras y pensemos por un momento que las cerradas defensas de la independencia del Poder Judicial no es más que una táctica partidista y que apoyarían lo que ahora rechazan si le beneficiara a la derecha política y judicial.

La independencia del Poder Judicial es tratada, si nos creemos lo que dicen, como un fin en sí mismo. Una de las finalidades del sistema democrático es la independencia del Poder Judicial. Realmente la independencia del Poder Judicial no es un fin, sino un simple medio para obtener algo mucho más importante: un pronunciamiento imparcial y conforme a la Ley.

Los diferentes sistemas democráticos han creado mecanismos diferentes con el fin de que sus jueces operen imparcialmente y sujetos a la ley, pero esos mecanismos solamente sirven si están bien ordenados a su fin, es decir, si logran imparcialidad y subjeción a la legalidad.

Puede darse que el Poder Judicial sea absolutamente independiente, mucho más de lo que se quepa imaginar ahora, y que los jueces y magistrados sean parciales y/o que no apliquen las disposiciones legales. La independencia es una garantía, no sé si necesaria, pero desde luego no es una garantía suficiente.

En muchas ocasiones los debates en España se centran en un punto y se oscurecen todos los demás. Dado que la independencia del Poder Judicial por sí no garantizan ni imparcialidad ni sometimiento a la Ley, ¿por qué nunca hablamos de las demás garantías? ¿por qué parece que con la independencia, y concretamente con una interpretación corporativista de la independencia, se garantiza todo lo demás?

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Dentro de una horas el Consejo de Ministros va a aprobar el estado de alarma. Después de que varios tribunales no ratificasen las medidas propuestas por las autonomías, pese a una amplia comprensión por parte de la Judicatura, y que numerosas voces afirmasen la necesidad de aplicar este instrumento constitucional porque la legalidad ordinaria, aunque se reformen las leyes, no es suficiente.

En Geografía Subjetiva siempre hemos mantenido la necesidad de emplear los instrumentos que la Constitución ponen en mano de las autoridades, con las garantías propias de estos, y hemos criticado la inconveniencia de recurrir a la creatividad jurídica en la que un consejero decreta una medida propia del Derecho de Excepción como es el «toque de queda». No hemos creído adecuado el puenteo a la ratificación judicial hecho en Aragón al aprobar las medidas por Decreto-Ley.

Es cierto que una serie de increíbles circunstancias hicieron inviables las necesarias prórrogas del estado de alarma que comenzó en marzo. Y es irreprochable que si la prórroga parlamentaria era imposible, se buscasen otras posibilidad. Hemos asistidos atónitos a dirigentes políticos y mediáticos que han tildado de antidemocrático un instrumento constitucional y lleno de garantías, más que las otras medidas adoptadas hasta el día de hoy.

En la insoslayable revisión jurídica que se deberá hacer de las medidas durante la pandemia, además de los importantes pronunciamientos pendientes del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, habrá que proponer un mejor esquema jurídico, más definido y claro que las disposiciones vigentes que nunca habían sido puestas en vigor y a prueba con la exigencia de este 2020.

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El hecho de que haya que manejar fuentes anónimas en la actividad periodística no quiere decir que no haya calidad en la forma de hacerlo. Se puede escribir una mala información con fuentes anónimas, publicando una prensa más propia de los rumores que de las noticias, o se puede llevar al público una información consistente, de calidad y creíble.

Sobre las dificultades del proceso para elaborar los proyectos de las ayudas europeas podéis consulta la información con fuentes anónimas del digital español Vóz Populi y la de la agencia Reuters.

Comparad su lo deseái y encuadrad a cada una en una de las categorías antes propuestas.

 

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Hoy en Maldita.es intenta hacer reflexionar a sus lectores sobre la diferencia entre que un periódico diga algo y que los diga un colaborador en una columna. Un periódico expresa su opinión en la editorial, y sólo la debería expresar allí, y lo que diga una colaborador en su columna no señala nada de la posición del medio, sino de la suya. Durante los tiempos álgidos del «procés» medios extranjeros publicaban colaboraciones de autores nacionalistas y ello era «vendido» como «tal periódico dice tenemos razón».

La cuestión es que eso no se limita a la prensa, sino a centenares de atribuciones que vemos todos los días. Cotidianamente aparecen en los medios titulares que rezan «Europa considera/dice/señala/etc que», pero en demasiadas ocasiones se precisa qué es Europa y, si se concreta, se hace en la parte de la noticia a la que no llegan la inmensa mayoría de lectora.

Europa no habla porque es una región geográfica. Europa podría ser la Unión Europa o el Consejo de Europa (que normalmente se confunden) y dentro de estas dos organizaciones internacionales se ha de señalar específicamente que institución u órgano de éstas se ha pronunciado. Y algo dicho por un órgano de tercer nivel no puede ser atribuido alegremente a la totalidad de la organización. Lo mismo pasa con la ONU y con cualquier institución, partido o gobierno extranjero.

Naturalmente esto se hace con una finalidad manipuladora, pues no es lo mismo decir que una apreciación sale de una gris oficina que de la OCDE, o que The New York Times rechaza determinada cosa en España cuando realmente es el ex director de El Mundo el que lo hace en la edición en español.

Internamente pasa esto también. Muchísimas organizaciones o empresas tienen esos sujetos colectivos que son los responsables de todo, pero que no son nadie: «arriba», «los jefes», «Madrid» o «la dirección general». Estas denominaciones impersonalizan, exoneran y hacen imposible exgiri responsabilidades.

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Kiko Llaneras, en un tweet decía: » Una de las ventajas de pactar reglas A PRIORI es que en ese momento no sabes quién las cumple/incumple». Enuncia las indudables ventajas del velo de ignorancia, esto es, determinar las reglas a seguir sin saber qué lugar se va a ocupar.

Independientemente de las observaciones que se puedan hacer a las posibilidades de un establecimiento verdaderamente «a priori», la cuestión que nos ocupa en esa situación no es tener o tener criterios homogéneos, o el momento en el que esos criterios se elaboran, ni siquiera el contenido de estos.

Todo lo que se diga es una pura excusa. Bien podría haberse tenidos los criterios elaborados desde hace tres años, ser los indicados y escritos por la Comunidad de Madrid, que si hubieran servido para la confrontación política, entonces hubieran sido rechazados.

La Comunidad de Madrid quiere culpar de las muertes al Gobierno de España y para ello está haciendo todo lo posible para forzar un estado de alarma que solicitud desde el gobierno regional, para que el Ministro de Sanidad tenga que tomar un control que no puede tomar, porque su departamento no tiene los medios humanos ni materiales para hacerse con la gestión directa de un servicio sanitario.

El plan de Casado a través de Ayuso es seguir dicidiendo qué se hace y qué no, pero pudiendo culpar al Ministro que no ha tenido más remedio que recurrir a un estado de alarma.

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Hoy el Rey debería haber estado en Barcelona, porque es el que transfiere a los jueces el poder de impartir justicia
(Teodoro García, secretario general del PP)

Si tuviera que recomendarle a alguien una selección de lecturas, una de las que estarían en esa lista, sería las páginas que Max Weber dedica a los tres tipos puros de dominación o legitimación. Proporcionan una capacidad de análisis increíble sobre el poder y sus justificaciones.

Decía este autor alemán, cuando trata de la rutinización del carisma, que desaparecido el líder carismático se crean formas de transmitir el carisma a los nuevos dirigentes y pone como ejemplo la ordenación sacerdotal. Las insignes palabra de Teodoro García, secretario general del PP, confunde lo que es nombrar a unos jueces con lo que es ordenar a unos sacerdotes. El Rey no les transfiere a los nuevos jueces ningún poder sobrenatural o natural de impartir Justicia, porque su selección y sus funciones están señaladas en el ordenamiento jurídico. En ninguna norma se señala que la presencia del Rey en un acto protocolario sea necesaria.

Podríamos conjeturar que Teodoro García piensa que eso de «en nombre del Rey» hace que toda la administración de la Justicia sea un acto vicario del monarca, y no es mál que un resto también protocolario de otra forma de dominación, la tradicional, en la que ningún funcionario lo era del Estado, sino del monarca.

No creo que Teodoro García tenga concepción alguna de lo que es la Monarquía Parlamentaria, ni siquiera sobre el Estado o la Democracia. Lo suyo es mantener alta la crispación, aunque haga el ridículo como ahora. Pese a ello debería saber el número dos del segundo partido de España que el ideal de los Estados contemporáneos no es lo carismático, ni lo tradicional, sino lo que Weber llamaba «legal con administración burocrática», esto es, normas abstractas aplicadas por funcionarios profesionales. Y en el Poder Judicial esos funcionarios son los jueces.

¿Es lo anterior una pedantería de un bloguero? Es probable, pero ello no quita para que alguien que escala a un puesto relevante en la política de nuestro país conozca lo básico y no confunda al Rey de la Constitución de 1978 con un brujo que transmite su poder de hacer justicia a sus discípulo o con un monarca que gobierna el Reino como si fuera de su propiedad y hace que sus criados resuelvan los conflictos que surjan. Ése no es el Rey de la Constitución de 1978.

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La Transición política fue un proceso político y social muy interesante, de acuerdo y de límites. A lo largo del tiempo, cuando hubo que contarla y para ello lo primero era construir una versión oficial de la Transición. Los méritos son fáciles de expresar, pero los límites que impusieron un escaso margen de maniobra o se silenciaron, se reinterpretaron haciendo virtud de la necesidad.

Al principio el sistema se tocó suavemente y luego, a lo sumo, se reconoció voluntad reformadora (de ahí el nombre de la Ley de Reforma Política) y no constituyente. La misma Ley de Reforma Política era una Ley Fundamental del Régimen, aprobada según el procedimiento fijado para ello. Las Cortes elegidas a partir de la Ley de Reforma Política era las ordinarias y el procedimiento para elaborar la Constitución fue el establecido para la modificación o adición de las leyes fundamentales.

¿Por qué se siguió un complicado proceso de reformas legales dentro del esquema institucional franquista en vez de convocar unas Cortes Constituyentes? Sencillamente, porque no se podía. Las élites sabían lo que iba suceder, pero muchos cuadros del régimen y el Franquismo sociológico debían ser contemporizados con la idea de que todo iba a ser seguir permaneciendo esencialmente igual, salvo algunas reformas necesarias que la inmensa mayoría reconocían urgentes.

De aquí surgió el mito: en España habíamos sido tan estupendos, que habíamos conseguido cambiar de régimen sin necesidad de hacer una ruptura jurídica. Lo que se había tenido que hacer casi a la fuerza, se convierte en un logro. Muchas personas creen que ésta es una forma óptima de actuar, cuando es raro, costoso y poco deseable.

Los cambios de régimen político pueden hacerse desde una legalidad a otra o con una ruptura de la legalidad. Sin irnos más lejos en la Historia, mucho de los antiguos Estados comunistas rompieron abruptamente con el régimen político anterior y no esperaron una legitimidad procedente de ese régimen.

Hay quiénes consideran que este paso continuo de un régimen a otro es necesario para que haya legitimidad de origen:

Este tweet sostiene que el régimen establecido en la II República era ilegítimo porque no procedía de la legalidad del régimen anterior, sino de la espantada de Alfonso XIII al interpretar correctamente el resultado de esa aparente victoria de los monárquicos en las Elecciones Municipales.

El concepto de «legitimidad de origen» tiene su origen en la clásica distinción de Bartolo de Sassoferrato entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. Para ser gobernante seha de poseer un «titulum» que habilite a ello y si no se tiene, se será un usurpador. Al usurpador, de acuerdo con la doctrina medieval y moderna, se le puede resistir por todos, en todas las condiciones y con todos los medios (hasta Francisco Suárez no se objetó esta postura).

Es lógico que se exija un «titulum» cuando se funciona dentro de un régimen y que se desprecie al que quiere gobernar sin «titulum», pero exigir «titulum» a un nuevo régimen muestra una confusión conceptual tremenda, ya que el usurpador es una persona, no un régimen.

Pero además si el usurpador se asienta en el poder, termina generando una nueva legitimidad. Europa está llena de patéticos aspirantes a los diferentes tronos, existentes o pasados, fundados en que no se qué costumbre o normas de monarquías desaparecidas y que consideran usurpadores a los demás.

La llamada legitimidad de origen solamente es exigible a las personas y responden respecto al régimen propio. No es exigible al régimen, que prosperará o no dependiendo de su capacidad para sustituir al otro régimen y es una cuestión política y no jurídica. De otro modo, viviríamos en medio de absurdos políticos, jurídicos e históricos, según el cual una régimen no es legítimo porque su monarca originario se hizo con el territorio por la fuerza y no tenía «titulum».

Y no, la II República ni buscaba ni quería la legitimidad de la Monarquía Alfonsina. Su legitimidad se fundaba, como régimen democrático, en la voluntad del pueblo. No en vano su primer gobierno fue la transformación del Comité Revolucionario, muestra de una clara y sana voluntad rupturista.

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El otro día hablaba de que la retórica del «1 contra 17» encerraba una concepción bastante ridícula de la realidad. Que ello sea así no quiere decir que no sea efectivo y ello explica que se use tanto.

Hubo una época en las que los candidatos iban a la televisión a contestar preguntas de ciudadanos. Recuerdo que a un presidente autonómico que se presentaba nuevamente le preguntaron que si la obra de la calle de al lado de su casa iba a tardar mucho en terminar. Una obvia actuación municipal. Era una encerrona porque, por ser presidente regional, la persona le atribuía un poder absoluto sobre cualquier acción pública en su territorio y si él decía que no era su competencia, parecería que estaba intentado esquivar el problema.

Y ya Bagehot en su The English Constitution ve en la simplificación del proceso político una de la funciones de la Corona. Un sistema político lleno de comités y acciones complejas, es resumido como voluntad de la Corona o del Primer Ministro de la Corona. Así se explican concatenaciones de acciones de muy difícil comprensión por la atribución a uno.

Es más fácil entender el ejercicio de la política como un ente unitario con un solo actor responsable de él, que explicar la realidad tal y como es y ver que hay actores que normalmente comparten funciones, que se ponen límites, que necesitan colaborar, que hay actos con vetos relativos y en ocasiones absolutos, que hay grupos de interés, ciudadanos afectados, ciudadanos cuyos intereses son los contrarios a los de otros y un sin fin de variables que hacen muy complejo el sistema político.

Siendo la simplicidad lo sencillo cognoscitivamente, no es lo verdadero en la mayor parte de las ocasiones. Desde fuera todos saben hacer mejor que nosotros nuestro trabajo, pero cada cual en su faceta profesional percibe complejidades que el externo no imagina.

La realidad es compleja y la política, como parte de la realidad también. Siempre habría especialistas, como en todas las áreas que abarquen amplias zonas de problemas, pero eso no debería ser excusa para que los ciudadanos no sean introducidos al menos básicamente en lo complejo. ¿Por qué? Porque la política nos gobierna y en un sistema democrático participamos de ellas. Un mínimo bajo la superficie sería muy útil socialmente porque, al menos, nos permitiría exigir responsabilidades a los responsables y no al uno.

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Desde hace mucho tiempo se extiende por el mundo educativo que los centros docentes no son centros sociales, ni sustitutivos de otros servicios. La Educación tiene un valor intrínseco y no es un lugar donde aparcar niños, porque no sabemos dónde o no tenemos con quién dejarlos.

Siendo esto cierto, conviene no exagerarlo, porque podemos llegar a conclusiones indeseables. Las sociedades contemporáneas son enormemente complejas, donde las interrelaciones sociales son necesarias para la marcha del sistema en su conjunto y para que sus partes, los individuos, puedan vivir con dignidad.

La Educación no es un aparcadero de niños, pero no es un ente que haya de vivir fuera de la realidad circundante. Los centros de enseñanza, guste o no, son instrumentos para la conciliación y no los hace peores, sino que posibilita que muchas personas se pueden incorporar al mercado laboral (especialmente las mujeres) y que las familias puedan tener mejores ingresos (especialmente las desfavorecidas).

El discurso que dice que la educación es un proceso de conocimiento o de sabiduría que se sitúa más allá de los condicionantes sociales e institucionales.

Es una especie de neosocratismo, en el que la edución del conocimiento se da y nada más tiene que ver. Un neosocratismo que ignora precisamente el contexto de Sócrates, que si bien no cobraba por su enseñanza (como los pérfidos sofistas y los docentes desde entonces), solamente tenía alumnos de las clases altas, los únicos que podían permitirse pasar el día con su maestro dialogando. Los esclavos obviamente no importaban, los metecos no eran ni ciudadanos y los jornaleros no iban a perder un día de trabajo para escuchar a alguien (por eso ir a la asamblea del pueblo era algo remunerado).

Método mayéutico, diálogo, búsqueda del conocimiento en los conocimientos anteriores, conciencia de la propia ignorancia o sentido crítico, pero solamente para los que se lo pueden permitir. Así fue la enseñanza de Sócrates.

Quien quiera defender el ideal socrático de la educación como camino hacia la sabiduría y nada más, está en su perfecto derecho, pero si esa persona es docente ha de ser consciente que ese ideal excluye a la mayoría de sus alumnos, que no son nobles atenienses, sino hijos de padres que necesitan poder ir a trabajar.

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